Esperamos contra toda esperanza

Hoy celebramos el día nuevo, el que separa el antes y el después, los dos tiempos de la historia y de la fe. El antes: el tiempo de la
muerte y la tumba. El después: la vida nueva. Un después que ya es presente, un ahora que se abre a la esperanza.
María Magdalena, con el corazón aún en el «antes», se acerca a la
tumba en el primer día de la semana. La encuentra vacía, como un
vientre materno que ha dado a luz. Vacía porque la vida ya no está
allí.
Jesús, el Resucitado, es más que nunca el Emmanuel de Nazareth, el Dios que no se
desentiende de la historia, sino que ha puesto su tienda entre nosotros para no desarmarla
nunca.
Desde aquel primer día de la semana, todo lo podemos en Él. En el que nació pobre, vivió
como uno de tantos, amó como nadie, subió a orar y conmovido alimentó a su pueblo, curó,
perdonó y sanó heridas del alma. El que ayer colgaba de la cruz, es ahora la cabeza de una
nueva raza de hombres y mujeres que no se avergüenzan de tener un corazón de niño, libre
de ataduras y que aún creen en lo imposible.
Creer en la resurrección de Jesús no es solo afirmar que fue sacado de la tumba. Es reconocer
que el proyecto de Dios se realizó en Él de forma plena y, por Él, en cada hombre. Hoy, entre
luces y sombras, y mañana como realidad absoluta.
Desde aquella mañana, Dios se ha manifestado como el Señor. No el de truenos y relámpagos,
ni el Dios de los ejércitos, sino el de la cruz y la resurrección, el siervo sufriente que ahora
vive. Y desde esa mañana, Dios tiene preferencias: los pobres, los pequeños, los sencillos, los
limpios de corazón.
Esa mañana, la paradoja se hizo ley y la apariencia perdió su fuerza. Se destronaron los dioses
falsos y se entronizó Dios como Señor de la historia. Un chico sano no vale más que un
discapacitado. Una raza no tiene más valor que otra. Un pecador puede llegar a ser santo.
Desde esa mañana, todos los caminos son rutas de Dios.
Desde aquella mañana, no tienen ciudadanía los que matan, los que odian, los que oprimen y
corrompen, los vengativos, los egoístas. Desde hoy, todos tienen derecho a ser hijos de Dios y
la responsabilidad de vivir de esa manera. Esa mañana fue la del amor nuevo, del amor que
llama, del amor que redime, del amor que se abre camino.
Y aunque hoy el dolor nos muestra que la muerte parece reinar en sus variadas formas, y que
la historia se rige por la ley del más fuerte o astuto, y que la ambición impulsan muchas luchas
humanas, también estamos convencidos de que esa triste realidad puede y debe cambiar, no
solo de forma relativa sino absoluta.
Esperar contra toda esperanza es una nueva forma de pensar, de comunicarnos, de tratarnos,
de vivir en familia, de pensar la sociedad, de organizar el trabajo, de plantearnos el futuro,
de vivir la familia y la vocación, de hacer algo nuevo por el país y la sociedad. Porque «el que
está en Cristo es una nueva criatura».
Esperar contra toda esperanza es la urgencia por pensar de nuevo, aportar de nuevo, no buscar
soluciones viejas a los problemas nuevos, sino vivir «la nueva levadura de justicia y la santidad»
con los ojos y el corazón del que hace nuevas todas las cosas.
¡¡¡Feliz Pascua para todos!!!
Mons. Eduardo García